Toda ella música y poesía

EMILIANA DE ZUBELDÍA.

Toda ella música y poesía (6 julio 1888- 26 mayo 1987).

Héctor Rodríguez Espinoza

I.- Al menos una biografía y dos esbozos biográficos existen de este extraordinario ser humano, representativo de la MUJER en las bellas artes de Sonora. La “Maestra Maitea” de la Dra. Leticia Varela, “La Emiliana que yo conocí”, de Marina Ruiz y la de la profesora Josefina de Ávila Cervantes, quizá inédita que no he leído.

  Al igual que pasa con mi maestro de música el inolvidable Mayor Isauro Sánchez Pérez. ¡Ingratas administraciones centrales que no le han rendido el homenaje que se merece!. Pero en el caso de Emiliana, a pesar de los 56 años que nos separaban, me jacto que me distinguió y honró con su amistad hasta casi su último aliento.  

II.- Rosa Elvira Silva, en Apuntes biográficos tomados del libro de Leticia Varela, nos comparte:

Corría el año de 1947, la Universidad de Sonora había sido fundada cinco años antes. En septiembre llegó una misiva a manos de la maestra Emiliana que venía de Hermosillo, firmada por el profesor Manuel Quiróz Martínez, en funciones de rector, una invitación para trabajar por un año en la integración de coros de estudiantes universitarios, normalistas y secundarianos de la joven Alma Mater.

Fray Antonio (Julio) María Cubillas, uno de los primeros alumnos que tuvo Emiliana la recordaba de esta manera: “Una mujer de porte sencillo y noble que después de la presentación nos dirigió las primeras palabras; pidió dedicación y nos prometió a cambio, darnos a conocer con su trabajo cosas muy bellas y de gran importancia para nuestra formación. El grupo “C” estaba, por primera vez, ante una mujer que había de traer un mensaje de entrega al servicio de la belleza y del arte, para bien de sus discípulos, de la Universidad y del estado.

Se vinieron las horas de estudio unidas a una continua y profunda conversación, que llevaban al alumno a formarle el sentido de la belleza, de los grandes valores, de los principios indelebles… Aquella que fuera mi maestra en el arte, era al mismo tiempo -y Dios se valió de ella- instrumento para que adentrase en mi vocación franciscana al servicio de Dios y del prójimo”.

Emiliana platicaba a Leticia Varela, una de sus primeras impresiones en tierra sonorense: “Una vez iba yo por la Serdán con “Chapina” Soria, amiga y paisana y le decía que ya llevaba seis meses en Hermosillo y todavía no lograba ver a un indio yaqui. Yo esperaba recrear en vivo aquella imagen del libro de mi padre, aquel indio de trenzas gruesas y largas, pero el tiempo pasaba…

- ¡Mira, Emiliana –espetó de pronto Chapina-, ahí va uno!

- ¿Un qué?

- Un yaqui. Mira –señaló con la punta de la nariz-, aquél que lleva el cerdito.

- Fue una desilusión –continuaría Emiliana- ver a aquel hombre grueso, de cabello corto y sombrero de palma, con pantalón y camisa, llevando un cerdito bajo el brazo y caminando por la Serdán”.

Antonio Molina, compatriota y uno de los viejos amigos de Emiliana recuerda con cariño: “La pobre Emiliana se cuidaba de no pisar aquellos mochomos enormes que formaban unas filas interminables acarreando hojitas de los árboles. Entonces yo me ponía a bailar un zapateado andaluz sobre la fila para matarlos a todos. Ella la tomaba contra mí a gritos y empujones, mientras yo disfrutaba de su angustia. ¡Pero qué va! Emiliana era una de esas almas nobles totalmente fuera de época, incluso para aquel entonces”.

- “Yo la recordaré -agregaría Luis López, compatriota y viejo amigo de Emiliana, y con un lenguaje siempre bien cuidado- no sentada al piano o dirigiendo su coro, sino en medio de la calle Niños Héroes, en pleno verano, con los brazos en alto, suplicando a José María Moreno, “el Jeringa”, que deje de azotar el famélico caballo que arrastra el carro en el que, como auriga de tragedia, con el látigo en la mano, al viento su rasurada cabeza y con un vozarrón de huracán, pregona la venta de carne de chivo. Y “el Jeringa” le da un respiro a su caballo, lo que aprovecha Emiliana para traerle un balde con agua que el jamelgo bebe a grandes tragos”.

La década de los sesenta representó para la Universidad un período de mucha actividad cultural, el Coro Universitario encabezado por su directora, promovió relevantes eventos: diversos conciertos operísticos de piano y espectáculos internacionales. En la sincronía de la misma época cobraron ímpetu las giras tanto nacionales como internacionales de las pianistas de Emiliana y del Coro; éste fue escalando su clímax expresivo y expansivo, al tiempo que maduraban los pianistas y pululaban los cantantes.

La culminación llegó cuando el Coro bajo su dirección se presentó en el Palacio de Bellas Artes el 7 de agosto de 1968, en la Sala Manuel M. Ponce, donde se estrenó una misa compuesta por ella.

En el año de 1963 el Doctor Moisés Canale, rector de la Universidad, galardona a Emiliana al cumplir 15 años de docencia en la Institución.

En septiembre de 1976, como muestra de agradecimiento, los ex-alumnos del coro realizaron un homenaje en su honor, que agradeció con humildad lo inmerecido. Reconoció el esfuerzo de todos sus discípulos por tratar de dar lo mejor en la música y externó su deseo de seguir trabajando con mucha más tenacidad y que aunque en ocasiones lo hacía en exceso, no importaba porque era su gusto y a ella nadie se lo mandaba: “Así que no tengo que decir que a mí me exigen, porque nadie me exige nada, todo el mundo se porta muy bien conmigo y yo estoy como pez en el agua”. Para ella resultaba ser peor, puesto que en esa eterna búsqueda de la excelencia, se convertía en su peor verdugo.

Emiliana no sólo se concretó a enseñar su arte, sensible con el avance de sus alumnos, hacía suyos sus logros y promovió, en más de una ocasión, la asignación de becas para coadyuvar con su desarrollo profesional, no era raro verla haciendo antesala en las oficinas de diversos funcionarios para solicitarles su apoyo económico y más cuando percibía el enorme potencial de algunos destacados, cuyo pago más grande venía cuando llegaban a pisar los importantes escenarios tanto nacionales como internacionales brindándole el justo pago que tanto celebraba.

En julio de 1986 el gobernador Ing. Rodolfo Félix Valdez le entregó una placa de reconocimiento durante el homenaje que el H. Ayuntamiento de Hermosillo le ofreció. En agosto Emiliana envió una emotiva carta a los lectores de El Imparcial, en respuesta a la serie de homenajes que tanto los ex-alumnos como poetas, amigos, periodistas, cabildo y en sí de toda la sociedad sonorense le estaban ofreciendo. Expresaba su enorme agradecimiento a una sociedad que tan cálidamente supo acogerla al igual que a su arte y reconocía la buena disposición, sensibilidad y el enorme potencial de los sonorenses.

En octubre la maestra ingresa al hospital, mientras tanto el maestro David Camalich, su ex discípulo dirige el Coro en las escalinatas del Palacio de Gobierno, ante la imposibilidad física de ella después de su segunda caída y fractura.

El 26 de mayo de 1987, a las 18:30 horas, en una sala de hospital dejaba de existir uno de los más sólidos pilares que conformaron a la máxima casa de estudios.

Fue una mujer disciplinada, luchó por sus ideales en una época difícil y destacó obteniendo reconocimientos nacionales e internacionales con una vasta herencia musical. Pero su herencia más importante la poseen los millares de discípulos que recibieron, a través de sus lecciones el influjo de su espíritu indomable, vigoroso, tenaz en la búsqueda de verdades y valores eternos; de su fe en el trabajo, el esfuerzo, el crecimiento personal y la generosidad; de su amor a la humanidad, a la naturaleza universal y, muy particularmente, a la música, su inseparable compañera.

(http://www.emilianadezubeldia.uson.mx/biografia.htm#legado)

III. MI ENCUENTRO CON ELLA

Conocí a Emiliana de Zubeldía en el año de 1956, en el primer año de la Secundaria que dirigió Amadeo Hernández, adscrita a la Universidad. Por haberme inscrito a instancias de mi hermano Luis (+), en la Banda de Música que dirigió el Mayor Isauro Sánchez Pérez, se nos exentaba de tomar Educación Musical.

Pronto supe de la maestra (aquella Universidad -en ciernes- tan íntima y romántica), por la afinidad de los pocos grupos artísticos -la Banda de Música, la Academia de Pintura de Higinio Blatt, el Coro que conducía, el grupo de danza de Martha Bracho y la Academia de Teatro de Alberto Estrella-, convivíamos en las ceremonias y giras de extensión cultural por municipios.

Empezaba a destacar ya la niña Angélica Méndez Ballesteros, coincidíamos la Banda de Música y ella, en ceremonias. El Mayor nos la ponía de ejemplo por su talento. Me causaba atención que era una niña común y corriente hija de un radiotécnico que tenía su taller por la calle Morelia, al costado norte de la Ferretería Matamoros.

Recuerdo los programas que sobre "Historia de la Música" escribía y transmitía Emiliana, con su palabra viva, por Radio Universidad. Promovió, a fines de los cincuenta, la primera presentación de la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Luis Herrera de la Fuente. Me tocó estar sentado detrás de ella, planta alta del cine Sonora. Al finalizar el programa, Emiliana se puso de pie y empezó a exclamar: "Huapango... Huapango", iniciándose una petición colectiva. Y la orquesta nos regaló el Huapango, de Pablo Moncayo, símbolo de la música sinfónica popular y nacionalista, ¿cómo olvidarlo?

Por esos años, a instancias de Agustín Yáñez, presidente del Seminario de Cultura Mexicana, con el rector Manuel Quiroz Martínez se fundó, en la Sala de Arqueología del Museo y Biblioteca, su Corresponsalía de Hermosillo, agrupando a un selecto grupo de profesores. En el acta constitutiva destaca Emiliana.

En los años sesenta empezaba a germinar el gusto por la música sinfónica que había sembrado y nuestra ciudad fue incluida en el circuito de las temporadas anuales de conciertos de la Orquesta Sinfónica del Noroeste, que dirigiera Luis Ximénez Caballero y apoyara el culto gobernador Luis Encinas. A uno de los conciertos en el Auditorio de la Universidad, sólo asistimos ¡trece personas! Pero para los pocos años siguientes, era insuficiente el Auditorio Cívico. Es triste reconocer que en la música sinfónica, la cultura sonorense padecía el síndrome del cangrejo. Las recientes oportunidades fueron sendas giras de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México, que dirigían Femando Lozano y Enrique Bátiz, en mayo de 1982 y 1985. ¡Un concierto sinfónico cada tres años!

En la Casa de la Cultura trabé mejores relaciones con Emiliana. El 30 de abril de 1982 conocí el talento -cincelado por la mano amorosa de Emiliana- de la entonces niña de siete años Lizzet Camalich.

En el mes de mayo siguiente y con motivo de un concierto de un excelente pianista español que Emiliana había invitado para la Universidad por lo cual había adquirido compromisos con amistades suyas en el Instituto Nacional de Bellas Artes, una huelga puso en riesgo de fracasar el evento. El cumplimiento de mi deber al ayudar a sacarlo adelante y a cumplir su palabra, me ganó una gratitud (hoy tan escasa) de ella que, aun exagerada, es uno de mis orgullos.

Por esas fechas, ella había gastado el producto de la venta de un automóvil que obtuvo en un sorteo de la Universidad, para sufragar el viaje de su alumno Pedro Vega Granillo, a un concierto en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, que mereció la publicación de elogiosas críticas que ella mostraba con satisfacción. Este desprendimiento le era común: había ayudado, de todas las formas posibles, a becar en Alemania a su discípula Leticia Várela y pocos saben que desde siempre repartió su sueldo entre niños indígenas.

La escuela de Emiliana no era, precisamente, de carácter masivo. Tenía el don de descubrir el talento de sus alumnos y cultivarlo hasta un grado de excelencia de la teoría matemática de Augusto Novaro. Hay orfebres que elaboran sólo productos de oro puro, y artesanos que producen, en serie, joyería de fantasía. Ambos son importantes. Pero Emiliana perteneció a los primeros.

En su artículo sobre "La asociación de la poesía con la música" (Revista de la UNISON, No. 12 y 13, de 1964), enseña: "Alguien dijo: Una poesía sin música, es como un molino sin agua. Toda poesía es música y la música es poesía ... El edificio, al dibujarlo, deberá estar en la mente del compositor perfectamente fijado antes de colocar el lápiz sobre el papel pautado, para expresar gráficamente el contenido musical de la obra. Una vez fija en la mente la arquitectura del poema, pasará a estudiar, a penetrar en el ethos o sentido expresivo que contengan, muy diferente si la poesía es lírica, épica, dramática, si tiene carácter religioso, profano, etc. Es necesario que la expresión emotiva que contenga, haga vibrar el alma del compositor, sin lo cual, toda la perfecta arquitectura no servirá de gran cosa, porque la música es ante todo arte expresivo en el tiempo."

No puede decirse que la sociedad hermosillense le haya negado el reconocimiento. Todos quienes la conocimos le hemos entregado nuestra gratitud. La plaza y el Auditorio de la Universidad llevan su nombre. Y esto, en una sociedad típica del subdesarrollo, tan cerrada para reconocer profetas, para apreciar los verdaderos valores de la cultura e identidad regional, y con una miopía artística del tamaño del cerro de la Campana, dice mucho.

Vive en Emiliana, como en pocas, el espíritu vasconcelista: el mejor de los homenajes y la grandeza que seguramente ella siente, es el saber de sus discípulos, de sus hijos. Uno de sus más grandes deseos, sin embargo, nunca le fue concedido: el realizar una gira a Europa con su Coro, y cantar en la Capilla Sixtina del Vaticano, ante el Papa, la Misa de la Asunción que ella compuso.

Es tanto lo que queda por decir, pero falta espacio. Afortunadamente se han escrito historias de su vida y obra humanista en este páramo de sus amores.

Sea lo que fuere, disfrutemos, a plenitud, la ejemplar prédica de las virtudes humanas que, aún ahora nos sigue enseñando esa devota admiradora de Debbusy, ahora que recobran valor sus versos:

ZORZTICO

En las montañas

donde he nacido,

en mis montañas

quiero morir.

Donde mi madre

mi cuna ha mecido

quiero mi sueño

eternal dormir. 

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