Pájaros del mismo plumaje

Debo confesar a ustedes que desde hace lago rato me siento desorientado, atolondrado y aturullado. Iba a decir apendejado, pero se oye muy feo y además no es exactamente así como me siento. Lo que pasa es que traigo la brújula desconchinflada y ando con el rumbo perdido por completo. Sacado de onda, como dicen algunos. Ando como las gallinas despescuezadas que van dando tumbos por el corral antes de que las metan a la olla de cocimiento. Me siento roto por dentro, y no es a causa de la edad, del coronavirus o de alguna otra enfermedad. Nada de eso. Es otra cosa.

 

Se dice que “mal de muchos, es consuelo de tontejos”, pero estoy seguro de que no soy el único que tiene estos síntomas. No sé cuál sea en nombre de la enfermedad, pero para el caso es lo de menos. Percibo en el entorno inmediato y mediato que se trata de un fenómeno que nos está afectando a muchos miles de mexicanos, muy probablemente millones. Y percibo también que el fenómeno tiene un origen perfectamente definido. No es posible mantener la cordura y vivir más o menos en paz y con tranquilidad en un país que ha perdido la razón y el sentido de las cosas por completo. Un país al que lo han enfermado con dosis masivas de odio y resentimiento, llevándolo poco a poco al borde del estallido.

 

Nos está llevando la tiznada y no sabemos qué hacer ni para dónde agarrar. Se escuchan muchas voces, sí, y surgen multitud de propuestas dentro del caos y la confusión, también, pero no hay forma de establecer con claridad y certidumbre el camino a seguir. Cada quien se siente dueño de la verdad absoluta y actúa en consecuencia, creándose de esta manera una moderna y apocalíptica versión de la mítica Torre de Babel, en la que todos hablan y nadie se entiende.

 

Para acabarla de amolar, es una situación agravada y llevada al límite por la presencia de una pandemia que al parecer llegó para quedarse, para formar parte de nuestro mundo de aquí hasta que San Juan baje el dedo, o sea hasta el fin de los tiempos. Una pandemia integrada por una combinación letal de diversos virus: El Covid-19, que a fin de cuentas es el menos peligroso, tomando en cuenta la baja mortalidad reportada. El virus de la desinformación. El virus de la rumorología. El virus de la infodemia. El virus de la manipulación mediática. El virus de la perversidad, y finalmente el virus de una credibilidad generalizada que raya en la franca estupidez.

 

Hace unos días, mientras me encontraba sentado por la mañana en el comedor de mi hogar, tratando de poner en orden mis pensamientos, y mirando sin ver a través de la puerta-ventana que da hacia el pequeño patio lleno de macetas y tiestos con flores que mi esposa cuida con gran dedicación, me puse a reflexionar en los eventos ocurridos durante los últimos dos años, y en particular durante esta semana que recién terminó. Y me invadió una profunda tristeza y un gran desasosiego.

 

¿De qué se trata entonces este juego infernal? ¿De ya no pensar para no volvernos locos de atar, y para hacer de cuenta como que no pasa nada; o de pensar por el más elemental sentido de responsabilidad, aunque no haya forma de resolver los intrincados crucigramas en que se han convertido nuestra ciudad, nuestro estado, nuestro país, y finalmente el mundo?

 

Y como uno de esos cohetes de vivos colores que se usan en las fiestas populares, me estalla en la mente la siguiente pregunta: ¿cómo puede ser posible que siendo un pueblo que tiene tanto, nos conformemos con tan poco? Por más que lo intente, no logro entenderlo, se los confieso, amigas y amigos. Los mexicanos siempre hemos sentido que estamos llamados a destinos gloriosos. Aún suponiendo que sean simples figuraciones y delirios de grandeza, bastaría y sobraría con que simplemente lo pensemos para que, de alguna manera, de vez en cuando actuáramos como si de verdad lo creyéramos. Pero nuestros actos contradicen rotundamente lo anterior.

 

Desde hace dos años, cada uno de los días transcurridos nos demuestra cuán bajo ha caído nuestra dignidad y nuestro auto estima. Un golpe tras otro, un escándalo ha sucedido a otro y cada uno ha sido peor que el anterior. Como sucede con los granos enterrados, el pús llegó a ser tan abundante que reventó la piel nacional y ha inundado al país, de frontera a frontera y de costa a costa.

 

El “big brother” salio de los estudios televisivos para sentar sus reales en el resto de los medios de comunicación, en todas partes y todos los rincones: en las calles, las oficinas y centros de trabajo, los hogares de los mexicanos y los ámbitos políticos, empresariales y profesionales del país. Ni los claustros religiosos escaparon a la inundación de porquería. El hedor nauseabundo de la clase política que infesta al país finalmente terminó por ofender el olfato de las y los mexicanos, aún de aquellos que ya están (estamos) acostumbrados a esa clase de fétidos olores, e incluso aquellos que son víctimas crónicas de atrofia olfativa.

 

A lo largo de los días, las semanas y los meses, ha habido centenares de análisis, comentarios y discusiones, unos de mayor y otros de menor calidad y profundidad. Pero todos han hurgado con dedos más o menos limpios, más o menos sucios, en la llaga, en la pústula política abierta y supurante. La clase política terminó por abandonar sus habituales reductos para esparcirse, ahora sí y en forma incontenible, por todos los rincones del territorio nacional, aún aquellos que habían permanecido cerrados e impermeables a su influencia.

 

Es posible, e incluso altamente probable, que como país finalmente hayamos cruzado nuestro particular Rubicón, un paso del que no existe regreso. Y ahora debemos encontrar la forma de que lo que hemos descubierto del otro lado, no termine por destruir lo poco que nos queda de lo mucho que heredamos.

 

Es tiempo ya de que dejemos de voltear hacia uno u otro lado, buscando el auxilio de algún mesías de pacotilla con pies de barro y corazón de piraña, que ofrece en las plazas públicas a diestra y siniestra y a manos llenas soluciones o remedios mágicos. En esta hora no encontraremos al salvador providencial o al hacedor de milagros que nos resuelva el acertijo. Estamos solos, cada uno de nosotros en su aislamiento sin esperanza, porque nunca hemos querido entender que, al final del camino, y a fin de de cuentas, el hombre siempre se encuentra solo en el momento de la definición final.

 

Si hemos llegado hasta aquí, en las condiciones en que nos encontramos, ha sido por decisión propia. Por haber otorgado nuestro consentimiento, o porque simplemente hemos dejado que nuestra tradicional apatía imponga sus reales y nos convierta en muñecos de cuerda, en peleles sin voluntad y sin capacidad de decisión y de reacción. La idea de que nos han llevado, amarrados del cuello con una cuerda como bestias de carga no basta para explicar el fenómeno. Ya no no es suficiente. Lo terrible es que hemos permitido que suceda algo así… y eso es algo totalmente diferente. Es mucho peor, porque implica pasividad, renuncia y abandono. Y cuando una nación doblega su espíritu de lucha, su capacidad de respuesta, y se pone de rodillas sobre el desgastado y descolorido tapete de su dignidad, me parece que todo está perdido… o a punto de perderse definitivamente.

 

Pienso en mi difunto padre, combativo e indomable, que vivió y amó al box toda su vida, e imagino lo que me diría, y sobre todo lo que él haría ante la situación que estamos viviendo. Por lo menos me gritaría que si en los primeros dos años del gobierno que encabeza el orate de tabasco, plagado de desplantes autoritarios, de medidas irracionales, de mentiras y falsedades, las cosas en el país han llegaron a estos extremos inauditos de suciedad, deterioro y confrontación, para finales del sexenio podemos esperar un cataclismo verdaderamente apoteótico. Ante este terrorífico escenario, el año 2021 se perfila como el momento más riesgoso en la historia política moderna de nuestro país. Y si ustedes lo dudan, o piensan que exagero, les suplico que reflexionen por un momento.

 

Para no caer en un catastrofismo a ultranza, digamos que en el bazar electoral que se acaba de inaugurar hay buenos, regulares y malos. Y reconozcamos también que abundan los peores. Después de las últimas semanas y las que vienen, que serán todavía peores, los actores que en general se han presentado uniformados, están como cortados con la misma tijera. El color y las siglas, los postulados ideológicos y principios doctrinarios se han fundido en un pestilente mazacote con el que la brocha de la opinión pública los ha encalado a todos, sin distingo y sin compasión.

 

Aceptando que las generalizaciones no son buenas, por cuanto suelen conducir a juicios injustos y a errores de apreciación, y que por lo mismo debemos ser cuidadosos con nuestros procesos críticos, me queda claro que los que por el momento tenemos en los escaparates de exhibición electoral, igual que los que se encuentran agazapados tratando de pasar desapercibidos, todos sin excepción habrán de ser inspeccionados bajo lupa… qué digo lupa, bajo microscopio electrónico. Y presiento que lo que hemos visto hasta el momento no es más que la punta del gigantesco iceberg que se oculta bajo la superficie… y que mientras más se le rasque, más fea se pondrá la cosa.

 

La implacable auditoría mediática ha sido y será implacable. No tiene nada de raro. Ni es extraordinario, ni es incorrecto. Es parte de la misión y compromiso de los medios y los comunicadores, e incluso del los ciudadanos que no navegamos bajo la bandera del importamadrismo emasculante que anula y destruye, no debemos olvidar que entre el manejo objetivo, e incluso agresivo, y el linchamiento, solo media un paso tan breve que muchas veces se da sin advertirlo… o se da esperando que nadie se dé cuenta de que se ha cruzado una raya que no debe cruzarse, al menos de que se acepte perder para siempre la salud mental.

 

Si bien es cierto que el juicio público debe ser implacable, porque las circunstancias del momento así lo exigen, también lo es que debe predominar la cordura, aún en medio de todo este pantano de corrupción, enfrentamientos, odios y zozobra. Si existe alguna esperanza de salir con vida de este capítulo negro de nuestra historia, será únicamente en la medida de que seamos capaces de actuar con justicia y pensar con prudencia y serenidad. Puede parecerles absurdo y ridículo, dadas las condiciones, pero es de vida o muerte que evitemos caer en el abismo de odio al que nos están conduciendo.

 

Es lo único que puede marcar la diferencia entre un pueblo que anhela vivir en paz y con tranquilidad, dentro de la ley y el orden, y una turba sedienta de sangre que simplemente busca a quien colgar del palo más alto.

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